Difusa es la melodía de mis latidos, tan desordenados, imprecisos. Voy yo mismo a acabar conmigo, con estas ganas de no hacer nada.
Fluyo como un río por la vida, a merced del azar, aunque para ser exacto, a merced de mis decisiones. Oxidando mis huesos y haciendo que mi sangre recorra mis venas mal. Tan mal como me alimento, aunque disfrutando (me digo), o es lo que mi percepción ve; pues, bajo muchos pensamientos, algunos pueden ser errados. Así mismo es el universo: todo es un gran caos, todo está en desorden.
Entonces me digo: “espera aquí una dichosa muerte”, como si tras de ella viniera realmente el fin. En esta espera probable, me pierdo en el propio laberinto que he creado.
“Date un giro inmenso, cámbiate por completo”, es lo que dirá aquel ignorante.
Pregunto: ¿quién fui? Quizás ese niño con sueños, influenciado por el éxito de la sociedad.
Probablemente este sudor frío congele todo de mí, aunque estas náuseas y visión borrosa me den un golpe de realidad.
A veces pienso que el cuerpo es solo un aviso, una voz muda que grita cuando ya es tarde. Que la mente, tan arrogante, ignora los mensajes del cansancio, del hambre, del insomnio, como si el dolor fuera un mito.
Nos creemos invencibles, jóvenes eternos, hasta que un día sentimos cómo el aire se vuelve más pesado y el corazón late con ritmo incierto. Y entendemos, quizá demasiado tarde, que el descuido también es una forma de suicidio lento.
No es que quiera morir —es que me he dejado de cuidar, me he dejado llevar por la pereza del alma, por la absurda costumbre de ignorar lo esencial. Comer mal, dormir poco, pensar demasiado. Como si la mente fuera mi hogar y el cuerpo solo un huésped sin importancia.
Hoy observo que no hay castigo más grande que el que uno mismo se impone sin darse cuenta: la enfermedad del descuido, la ruina de lo que pudo mantenerse fuerte, el olvido del templo que habitamos.
Y sin embargo, en medio de este deterioro, hay algo bello: el reconocimiento de que aún puedo cambiar, que todavía hay una chispa que se niega a apagarse, que incluso en el cansancio más profundo sigue habiendo vida esperando ser bien vivida.