Un relato filosófico sobre la infidelidad entendida no como un acto físico, sino como una consecuencia del vacío interior y la falta de empatía consigo mismo y con los demás
En una habitación tenue, un hombre mira su reflejo frente a un espejo antiguo. Detrás de él, una sombra se mueve con calma, como si tuviera vida propia. No hay ruido, solo el silencio de una conciencia que empieza a hablarle.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunta el reflejo. El hombre no responde. Observa sus ojos, intenta hallar en ellos una respuesta que no duela. La sombra sonríe, como si conociera un secreto que el reflejo teme aceptar.
—No lo hice por placer —susurra el hombre—. Fue... una necesidad. —¿Necesidad o vacío? —responde el reflejo con voz serena—. Dices buscar amor, pero lo confundes con lo que te da poder. Engañas y sostienes, como si ambos actos te salvaran de ti mismo.
El hombre cierra los ojos. La sombra se acerca, lo toca, y él siente una descarga de alivio. Por un instante, todo se justifica: el riesgo, la mentira, el deseo. Pero cuando abre los ojos, la sombra se ha desvanecido, y el reflejo ya no le devuelve el mismo rostro.
En ese momento comprende que la infidelidad —la suya o la ajena— no siempre nace del desprecio hacia el otro, sino del miedo a enfrentarse con el propio vacío. Muchos confunden el amor con la costumbre, la pasión con la distracción, y la libertad con la huida. Así, van llenando sus vidas de sombras que los acompañan, aunque crean caminar solos.
El hombre se aleja del espejo, deja la habitación en silencio y murmura: “El verdadero engaño no está en besar otros labios, sino en no mirarse con verdad.”
Y en el eco de esa frase, la sombra ríe una última vez… sabiendo que pocos logran entender que quien no se es fiel a sí mismo, nunca podrá serlo a nadie.