Hay días en que me miro al espejo y no sé quién me observa. No porque haya cambiado mi rostro, sino porque ya no reconozco lo que habita detrás de mis ojos. He sido tantas versiones de mí mismo que, si me las mostraran todas, no sabría cuál soy realmente.
He vivido tratando de entender qué parte de mí es verdadera y cuál es solo una máscara. Una creada para agradar, otra para defenderme, y una más para no sentir. Quizás eso es lo que somos: una colección de rostros que usamos según el momento, una suma de contradicciones que intentamos ordenar bajo un solo nombre.
Pero la identidad no se ordena, se fragmenta. Cada pensamiento que niego crea otro yo, y cada palabra que callo me construye distinto. Hay una guerra silenciosa dentro de cada persona entre lo que aparenta ser y lo que realmente siente. Y en esa guerra, la verdad casi nunca sobrevive.
A veces pienso que “ser” no existe, que solo estamos siendo. Que cada segundo mata al anterior y crea una nueva conciencia que jura ser la misma, aunque no lo es. Por eso no confío en los recuerdos, porque cambian conmigo. El que recuerda no es el mismo que vivió, y el que vive no recordará igual.
Entonces me pregunto: ¿soy yo, o solo la memoria de alguien que alguna vez existió en este cuerpo? Y si la identidad se disuelve cada día, ¿cuánto de mí quedará cuando ya no quede nadie que me recuerde?
Quizás la respuesta sea simple: no somos más que una historia contada por el tiempo, reescrita por la conciencia y olvidada por el universo.